Dicen que
un pájaro no entona dos veces la misma canción. Que esa melodía que te paraste aquella tarde de enero a escuchar
con los ojos cerrados y la piel manchada de frío ningún otro, ni siquiera él
mismo, volverá a repetirla jamás. Dicen, pero no sé si es verdad. A lo
mejor sí. A lo mejor cada vez que despegan sus picos lisitos sueltan al mundo,
a tu mundo, algo que por tan
hermoso no pueda más que desvanecerse. Desvanecerse, para que siga siendo
eso, hermoso. Para que nadie pueda corromperlo...
Pasa con
todo: con los cantos de las aves que hasta que anochezca colmarán el bosque; con el agua de ese mar que nunca tuve delante... o con los diamantes que estoy viendo
ahora mismito cuajar la tierra.
Sí sí. Como
lo lees. Cuajarla. Que no hay uno ni hay dos. Que hay miles. Cientos de miles
de piedras chiquininas que
relumbran a la luz de un sol que les sonríe galante. Que las viste de
colores. Que las hace brillar.
Y la tierra
encantada. Dispuesta a dejarse mirar por quien quiera verla así tan elegante. A
ella: la muy desnuda, la muy coqueta.
Forman dos
filas de a uno. Una a
cada lado del camino. Son ordenados. Son tranquilos. Tienen
toda la vida que lleva el planeta, y toda la que les queda hasta que este se
muera, por delante.
Si te
fijaras bien podrías verlos andar o, más que andar, rodar. Un
poquito a cada vez, un poquito a cada vez...
¿Hasta
dónde, Nimue?
Sus ojos
infinitos se apartan de mis labios. Los ha estado viendo abiertos como tumba
destapada. Como pozo descubierto. Agacha
la suave cabecita rizada y mira al suelo. Y enarbola su pata izquierda como
el soldado se aferra a su bandera. Escribe. Escribe de nuevo y mira al fin al
horizonte. Hasta donde veo morir la línea luminosa de diamantes.
¿Qué hay
allí? ¿Qué es lo que tú ves, perrita, que yo no alcanzo?
Sin haber
completado una palabra emborrona las letras del suelo y echa a andar. Camina
derechita hacia el duende con unos pasos que ahora no son pasos, que son
saltos. Nimue cojea cuando
anda y disimula el dolor si corre.
¿Qué te ha
pasado?
Cuando
llegue al pie del letrero de madera se inclinará -Titus B. es a su lado un rebujón de piel con
pelo al que se oye respirar muy bajito, abrazado como un niño viejo al Libro
Grande- y dejará sentir la humedad de su lengua, cálida y blandita, sobre
el cuello descubierto del duende.
Desde la
distancia que me prestan varios pasos lo veré abrir un ojo, cerrarlo, y abrir
al poco el otro. Que los
duendes son capaces de hacer cosas muy raras con la cara. Y lo oiré gritar
Mujercita. Y levantarse de un salto y correr
a ocultarse como un rayo entre las cansadas raíces de la magnolia...
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