Imagina la
explosión. Imagínala.
Yo no soy
capaz, por más que trate de hacerlo, por más que intente cerrar los ojos para
no ver lo que ellos vieron: nada. Nada
entre el fuego y la ceniza. Nada.
El Vesubio
explotó, explotó mientras Roma entera
enmudecía en su bullicio estival, y escupió gases, el Vesubio, y cachitos de
piedra pómez, y arena y cenizas muy negras y ardientes que se elevaron decenas
de kilómetros, hasta el cielo. Fue una
mañana que se hizo de noche al mediodía. Y sería más tarde, esa madrugada,
cuando se dejaría caer sobre Pompeya el escupitajo negro del volcán.
Se apagaron
entonces todas las luces, viajer@, las apagó una capa de
cenizas que tenía de cuatro a seis metros de espesor: se apagaron las lucernas que aún brillaran a esa hora; se
apagaron los miles de corazones que no consiguieron escapar de aquel
infierno.
Habían
transcurrido ya aquel día 79 años desde que naciera Jesucristo. Era el 24 del mes de agosto y Pompeya una ciudad próspera habitada
por prohombres que hasta esa hora apenas si habían tenido miedo a la
adversidad.
El amanecer
del día siguiente lo describiría Plinio el Joven, el chiquillo cuyos ojos fueron testigos de la muerte desde la
distancia, y lo haría así: <<(…) A nuestros ojos, todavía medrosos,
todo aparecía bajo un nuevo aspecto, cubierto por una capa de ceniza>>.
Parece mentira que después de tanto tiempo podamos apreciar las expresiones de dolor en el rostro de los habitantes de Pompeya. Por mucho que intentemos imaginarnos ese momento, no lograremos sentir el pánico suficiente con el que ellos despidieron sus vidas. Gestos de terror, angustia y desesperación es lo que nos encontramos hoy al contemplar los rostros del pasado, de un pasado que queda revelado (ahora más que nunca) de sus protagonistas.
ResponderEliminarUn cordial saludo y gracias por el artículo :)
¡Gracias a ti por el comentario! :)
ResponderEliminar