En el
bosque de Brocelianda habitan multitud de criaturas. Quita a los duendes. Quítame a mí y al Libro Grande y todavía te
quedarán muchísimas más. Tantas que no se pueden contar y cada una diferente.
Una de esas
criaturas que te digo estaba
escondida entre unos helechos. No sé si dormía. A lo mejor se había dejado
caer allí para dormir y llegué yo a despertarla. No lo sé. Solo sé que me la
encontré hecha una bola de
papel blanco lleno de letras: era
un libro volante.
Los libros
volantes viven en Brocelianda y en ningún otro lugar. Pero apenas si se dejan ver. Que se mueven con el sol ya muerto y lo
hacen utilizando como alas tapas y páginas. Vuelan de noche. De acá para
allá. De allá para acá. Y duermen de día. Nadie puede verlos a menos que
permanezca quieto en un sitio un día entero. Y por la noche no cierre los ojos.
Los abra bien abiertos. Y mire. Hasta que aparezcan.
Eso es lo
que me ha pasado a mí. Que en las noches no duermo en eterna
vigilia de la fiebre del duende.
De modo que lo vi aterrizar al alba.
Muy cerca. Demasiado cerca. Aunque Titus B. hubiese despertado de repente y me
buscara me habría encontrado solo unos pasos más allá. Me agaché y lo cogí del suelo.
Como tenía sueño apenas si se retorció un poco entre mis dedos.
Ven acá.
Era
maravilloso. Los párpados pesados se le cerraban
en el lomo. La boca la tenía abierta en un bostezo diminuto. Las
hojas - alas estaban caídas.
Deja que te
lea…
No hay comentarios:
Publicar un comentario