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Me llamo Lola y soy, igual que el protagonista de aquella novela de Rabih Alameddine, contadora de historias...

martes, 30 de octubre de 2012

15. La paloma mensajera



Apenas si llevábamos dos pasos dados cuando nos ha parado en seco el vuelo de una paloma. El pajarillo se nos ha echado encima, aturdido, y se ha dejado caer a mis pies. Vendrá de muy lejos. A saber desde dónde.

Es muy alta. Demasiado. A lo mejor es porque es macho aunque eso no sé si tiene que ver, que no sé nada de palomas. El caso es que esta es casi tan alta como Titus B. Lo que le faltaba al duende, como si no estuviera de por sí él triste ya (otro día prometo contarte por qué).

Trae al cuello enrollado un cordel negro muy fino. Que parece que le va a cortar la piel. Y en el cordel enganchado un papelito. Es una paloma mensajera.

El duende deja el Libro Grande en el suelo y se acerca a ella. Y deshace el nudo del cordel. Toma el papel entre los dedos. Se lleva la mano derecha al chaleco y busca las lentes que hace apenas nada se ha quitado. Cuando al fin las encuentra se las coloca muy bien colocadas sobre la nariz:

-  Es para ti, mujercita. Habla de ti.

Me mira y sus ojos desprenden un brillo raro: le da coraje que el mensaje no sea para él.

-  Viene de lejos. De fuera de aquí.

Señala con un movimiento brusco de la cabeza un rincón inidentificable entre los árboles. Quiere decirme que la paloma trae un mensaje enviado desde el mundo de afuera de Brocelianda…

-  Una revista, “Cavea Cultural”, ha publicado uno de tus trabajos.

-  Ladrones de lágrimas.

-  Ese.

Me agacho. Quiero darle calor a la paloma. Y las gracias. Eso también.

-  Gracias, paloma.

El ave gigante entreabre un ojito por toda respuesta. La levanto del suelo y vuelvo con ella en brazos a los pies del almendro que se queda atrás.

-  Ya no andamos más, hoy.

Ya no andamos más, que vamos a vigilar el sueño de la paloma.

Si quieres, te escribo lo que dice el mensaje, mira:

<<Ladrones de lágrimas: hermoso relato de Lola García de Luna

Hasta el jueves de la semana próxima :)

jueves, 25 de octubre de 2012

14. De Denis Zachaire y el maestro de alquimia

Maestro de alquimia
-       
-              Tenemos que encontrar un maestro, mujercita.

De reojo desde su pequeñez diminuta. De reojo me mira el duende y aguarda, aguarda paciente la reacción que cree está por transmutar mi rostro... ¿pero qué reacción? ¿qué maestro?

-  Un maestro. Que bien escrito que lo dejó aquí hace cinco siglos el viejo Denis Zachaire, y bien que se hizo él con la Piedra filosofal.

Busco un rincón en donde cobijarme. Tengo frío.

-  Creía que mi maestro eras tú...

Se ajusta las lentes sobre la naricilla rechoncha, tiene pensado seguir leyéndome, pero esta vez de cara, cerciorándose de que lo atiendo. Es muy desconfiado, Titus B., y se piensa siempre que no lo escucho.

Me acurruco a los pies de un almendro que vive a mi espalda. Los tiene huecos, los pies. Quepo yo entera. Podría hasta hacerlo mi casa.

Espero un poco más y el duende vuelve a empezar:

«Pero, ante todo, quiero que se sepa –por si aún no lo han advertido– que esta filosofía divina no está a merced de los hombres, y mucho menos puede aprenderse en los libros, a no ser que Dios, por obra de su Espíritu Santo, nos la imprima en el corazón o nos la enseñe por boca de un hombre...».

Así que un maestro. Si no hay maestro que nos guíe no pintamos nada andando este camino. No nos va a llevar a parte ninguna.

Pero dónde damos con él, Titus B., si en Brocelianda solo estamos tú y yo…

martes, 23 de octubre de 2012

13. De Geber el alquimista y la vuelta al camino

El alquimista Geber, padre de la química moderna

«Dondequiera que aparentemente hablé de nuestra ciencia con mayor claridad (decía aquel pequeño fragmento de la Summa de Geber, el padre, mujercita -me decía, la manita derecha en alto moviéndose airada-, de la química moderna), en realidad me expresé en la forma más oscura, encubriendo el verdadero significado de mis palabras. Y, pese a todo, en ningún momento envolví nuestra obra en alegorías ni enigmas, sino que la describí honestamente, con palabras claras y comprensibles, tal como yo la entiendo y tal como, con ayuda de Dios, la aprendí...». 

Titus B. lo ha leído sin descanso. Sin detenerse siquiera a respetar puntos o comas. Sin nada.

Que leer, solo leer y que yo te escribiera quería el duende. Que habrá pasado mucho tiempo -tiene que pensar-. Que he pasado mucho tiempo ahí tirado y se nos escapan las horas por esta senda. De modo que ha puesto las piernecillas de nuevo en marcha. Y van diligentes, sin rastro de ningún dolor viejo. Que parece que ni un soplo de aire las hubiera rozado hace tan poco.

Lleva como es buena costumbre el Libro Grande abierto en brazos, pero suelta de él la mano derecha continuamente. Continuamente. Que se le va a caer, ya se lo he dicho. Y la mueve. Y marca con sus dedos regordetes el compás de las letras que su lengua va formando.

      Que ya se le ha olvidado la piedraQue sus ojos, muy serios tras las lentes, ya solo contemplan polvo.

jueves, 18 de octubre de 2012

12. Del Triunfo de la Hermética

¿Cuánto tiempo hemos tardado el pequeño duende y yo en apartar de nuestro camino la piedra? ¿Cuánto? Tengo la espalda hecha ciscos.


Titus B. está tirado en el suelo


Panza arriba. No se mueve. Y como con los pulmoncillos que tiene apenas si hace falta que le entre un hilo de aire, cualquiera que lo viera se pensaría que está muerto.


El Libro descansa aún, abierto de hoja en hoja, a los pies del castaño mágico al que dejó encomendada su custodia. Pero él no da en sí… de modo que a lo mejor puedo, ahora que no me ve porque tiene los ojos cerrados y si los abriera no sabría ni lo que está viendo, acercarme hasta el árbol del Libro. Y mirar sus letras. Y unirlas. Y robarle con la mente un montoncito de palabras…


Me acerco al fin. El Libro no me va a saltar encima.


Me acerco.


Tiene unas letras muy grandes. A ver para qué escribe Titus B. en un libro con esas letras tan grandes, con lo chico que es él y lo pronto que se le van a gastar si sigue así las páginas… Pero, ¡chist! mira lo que dice:


«La piedra filosofal –con la que pueden convertirse en oro los metales ordinarios– brinda, al que la posee, una larga vida, libre de toda enfermedad, y pone en sus manos más oro y más plata de la que puedan poseer los príncipes más poderosos. Pero este tesoro tiene, sobre todos los demás bienes de la vida, la peculiar ventaja de que aquel que lo posee es completamente feliz; solo con mirarlo es ya feliz y nunca siente el temor de perderlo».

Triunfo de la Hermética

martes, 9 de octubre de 2012

11. De la piedra en el camino y las letras del Libro

El camino se parte aquí, tú a lo mejor no lo ves, desde ahí desde donde estás sentad@. Pero se parte. Hay una piedra gigante -para Titus B. más gigante que para mí ;)- taponando la sendaEl pequeño duende se acerca a ella. Deja por vez primera desde que lo conozco el Libro en el suelo y la manosea llevando los dedos todo lo alto que lo dejan sus brazos…

- Mira, mujercita.

Miro.

Lleva esculpida una leyenda, ¿la ves? Aquí, casi en la base, a mi altura, entre las sombras. Agáchate, agáchate más.

Al tenderme de bruces sobre el suelo veo la inscripción. Pero está muy borrosa y escrita en una lengua extraña. No sé leerla.

Titus B. se acomoda sobre la nariz las minúsculas lentes que lleva atadas con un cordel blanco al chaleco. Y con las manitas va marcando el sendero por el que discurren las palabras.

Y lee:

«Con ayuda de Dios omnipotente, esta piedra os librará y preservará de todas las enfermedades, por graves que sean, y os protegerá del dolor y las penalidades y de todo aquello que pueda dañar al cuerpo o al alma. Os conducirá de las tinieblas a la luz; del desierto, al hogar; de la pobreza, a la riqueza».

Libro de los siete capítulos

jueves, 4 de octubre de 2012

10. Del azul del cielo y los secretos alquímicos


Cuanto más azul se ve del cielo más enfadado se pone Titus B. 

Y hoy, desde esta parte del camino en la que apenas si nos rozan las ramas de unos pocos arbustos que no me llegan ni a la cintura, se ve mucho azul. Y muy azul :)

De modo que se ha parado. No quiere seguir andando mientras se vea el cielo, me dice.

No va a seguir andando.

Y me mira al compás que enarca una ceja. Solo una: la derecha. La izquierda la deja quieta. Imagina cómo lo hace, trata de imaginártelo porque es muy gracioso. Y me entran muchas ganas de reírme -en su cara, ¡madre mía!- de la cara que se le pone. Pero me aguanto porque se va a enfadar más. Y a lo mejor hasta se va. Que sí. Que tú no lo conoces. Que Titus B. es el ser más susceptible que puedas encontrarte en este mundo.

El Libro lo tiene abierto. Pero ahora no escribe. Me va a leer. Si es que es muy gracioso. Me va a leer. Date por enterada, mujercita, que esto que voy a leer va por ti. No te creas que va por el monstruo de San Borondón.

Ay de mí. Me digo sin decirlo. Qué duende.

En fin, que escucho lo que sea que me quiera leer esta tarde. Algo escrito en el siglo XIII por el alquimista Artefius. Y lo hago en silencio. Que cuanto más brilla el sol más azul se pinta el cielo y más enfadado se pone él metido ahí en su cuerpecillo diminuto :)

«¿Acaso no se sabe que el nuestro es un arte cabalístico? Con esto quiero decir que se revela solo de palabra y que está lleno de secretos.

Pero tú, pobre insensato (aquí es donde CLARAMENTE entra la referencia a mi persona), ¿serás lo bastante necio como para creer que nosotros revelamos clara y abiertamente el más grande y más trascendental de todos los secretos, de forma que pudieras tomar nuestras palabras al pie de la letra? Te aseguro en verdad –pues no soy tan celoso como los otros filósofos– que aquel que quiera interpretar de acuerdo con el significado ordinario de las palabras lo que han escrito los otros filósofos, se perderá en los pasadizos de un laberinto del que nunca podrá salir, pues le faltará el hilo de Ariadna para orientarse y hallar el camino...».

martes, 2 de octubre de 2012

9. De Titus B. y la perfección adánica

Titus B.
El pequeño Titus B. 

A lo mejor te preguntas que quién me cuenta todo esto que aquí te escribo, y que tú lees. Es verdad, nunca te lo he dicho, pero es que no es uno, o una: a ver, sí es uno, pero no siempre es el mismo, sino uno distinto a cada tramo que abordamos de la Historia. El que está ahora a mi lado, el que tanto sabe de alquimia y me lo chiva todo y me mete prisa para que te siga contando se llama Titus B.

       Siempre va escribiendo en un libro al compás que habla y anda.

Es un duendecillo. Uno de esos muy traviesos a los que les gusta corretear por entre los pasos de los viajeros cansados y chillarles al pie de las orejas, sabes cuáles te digo, ¿no? Pues de esos, de esos que además está llenito Brocelianda.

Me está tirando del brazo.

Es muy malo y muy pesado. Me dice que me levante ya. Que llevo yo no sé cuántos días sentada en esta piedra. Que si no me duelen las posaderas… eso me dice: las posaderas :)

Y yo le digo Venga, Titus B., dime de una vez lo que quieres que escriba en el blog este golpe. Y así y todo no se le quita la cara de enfado hasta que no ve que me levanto. Y echo a andar. Y él con las piernecinas que tiene se queda atrás. Y desde atrás pega voces para que lo oiga, si no que lo escuche. Voy a escribirte, para que deje de gritar, lo que me está relatando. Y vamos a seguir el camino, que ahora somos tres :)

Los viejos tratados alquímicos hablan de una cosa, dice Titus B., qué digo una cosa -me dice-, qué dices una cosa: tratan de un estado: uno que es físico, o que fue físico.

     Uno al que todo alquimista desea volver: el de la perfección adánica.

El que supone el retorno del hombre -ya libre y limpia su figura del pecado original que la emborronó y la alejó de la divinidad- a su estado primitivo de nobleza: porque este, este y no otro es el verdadero sentido de la alquimia, el sentido que impulsa al plomo, o al cobre, o al metal que sea, al que mejor te parezca, a llegar, como el hombre, como el alma, hasta aquel estado tan suyo de oro primigenio.
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