Nació en un
pueblecito cercano a Bérgamo, en el corazón de una Lombardía
rebelde desde el punto de vista artístico que poco a poco se iba alejando de la
académica maniera de los demás artistas italianos. Y a
que no sabes cómo se llamaba, ¿lo sabes?
Caravaggio.
Se llamaba -y se sigue llamando- Caravaggio el
lugar que fue su cuna en aquel 1571 y que le prestaría el nombre con el que los conoceríamos, desde el
ocaso del XIX, a los dos: al pueblo y a él.
Luego
vendría un día, uno de 1584 en el que, protegido por el príncipe Colonna, Michelangelo Merisi entraría al
taller del pintor Simone Peterzano y
empaparía sus primeras obras de la influencia no solo de aquel que fue su maestro, sino de otros grandes como Leonardo da Vinci, Lorenzo Lotto, Tiziano, Giorgione, Giovanni Bellini, Andrea Mantegna o Giulio
Romano, en un Milán en el que una nueva escuela se abría camino en la
pintura mientras trataba en sus temas la vida cotidiana y tenía una forma tan
distinta de abordar la luz: será
aquí donde Michelangelo aprenda el concepto de claroscuro, será aquí donde se dé cuenta de que
no existe en el mundo, y en
el arte, una única (el cielo) fuente de luz.
Al cumplir
los 18 años nuestro joven de Caravaggio se marchará a Roma.
A pintar.
Quería
pintar. Era lo que más quería y Milán se le quedaba chico para
ello.
Andaremos
con él el camino, llenito de peligros que se lo va a encontrar. Pero eso ya será mañana, sí, mañana lo andaremos con él...
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