No debía ser más que un día cualquiera, uno de tantos que ya se han perdido entre el montón de aquel año 1191
de Nuestro Señor y, sin embargo, en ese hasta los
viejos muros de la abadía anduvieron estremecidos de agitación.
Los monjes,
nerviosos, enredaban como lo venían haciendo desde hacía mucho por el cementerio: de una parte
a otra, de una parte a otra, sin dejar un solo hueco entre aquellas tumbas
llenas de frailes, de reyes, de santos, indemne a las decenas de ojos
buscadores.
Buscadores.
Buscadores
los ojos y buscadoras las manos. Que cavan. Que levantan losas. Que se
hunden en la tierra.
Que el rey
Enrique II les había dejado encomendada una tarea, a las manos y a los ojos: y ellos, ojos y manos, cumplirían
el encargo.
Aquel día
de las tumbas la Abadía de Glastonbury era ya muy vieja, aunque a ti te hubiera podido parecer que no si la
hubieses contemplado desde abajo, ese día, y la vieras tan soberbia: siendo como había sido el primer
enclave cristiano de Gran Bretaña, con su suelo, y hasta el aire que la
rodeaba, atestados de secretos más antiguos que el hombre.
Que te digo
que Glastonbury estaba
enterita, enterita, hecha de leyenda, que a lo mejor no lo sabes, pero de ella llegaría a escribir Robert
de Boron -el poeta
plenomedieval cuya obra impregnó de cristianismo la antigua tradición celta- que había nacido un día del año 63
d. C. de la mano de José de Arimatea: aquel hombre bueno, el que siendo
miembro del Sanedrín había cedido su sepulcro al cuerpo crucificado del
Nazareno, y por cuya falta fue preso media vida acusado del robo del cadáver.
Se echó a la mar con otros cristianos José en cuanto se vio libre,
dice el poeta, y llegó a las costas francesas desde donde, ya solo, emigró a
las Islas Británicas para recalar en Glastonbury, donde ahora está nuestra abadía
de manos y ojos buscadores, e hincar su cayado en la colina rodeada de aguas
que los britanos llamaban Avalon y que hoy domina el feérico condado de
Somerset.
José de
Arimatea vería crecer de su bastón hundido en las viejas tierras celtas una
zarza, y sabría entonces que había de ser allí y no en ningún otro lugar donde
debía levantar su iglesia y esconder lo más valioso que tenía: la lanza del romano Longinos,
la que atravesó el costado de Jesús provocándole la marea de sangre y agua; y el cáliz, el de la Última
Cena, el mismo que él había empleado al mediodía siguiente para recoger la
sangre de Cristo muerto en la cruz y que más tarde, según algunas versiones,
serviría de soporte para el alimento que el propio Jesús resucitado le facilitó
en los largos años de su cautiverio.
Los monjes
escarban.
Escarban.
No van a
dejar de remover la tierra. Había
sido el deseo del rey Enrique y a la abadía le hará mucho bien,
demasiado.
Escarban.
Y narra
Giraldus Cambrensis, el cronista, que al final un enterramiento sin nombre se
abriría a la luz. Y que en su interior se hallaron dos esqueletos y una cruz. Uno de ellos tenía,
cuentan, dicen, los dedos enredados en un mechón de cabellos rubios. Tan rubios
como los de Ginebra: la reina. La hermosa reina de Camelot.
Y en la
cruz alguien había grabado palabras.
Las leen.
Los monjes
agarran la cruz y leen lo que trae escrito poniendo voz a las palabras tanto
tiempo calladas.
Y las
palabras hablaron al ser leídas para que se las escuchara, que <<Aquí yace enterrado el ínclito Rey
Arturo con Ginebra su esposa, en la Isla de Avalon>>.
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